El martes, 12 de enero de 2010, los ojos del mundo giraron hacia Puerto Príncipe, Haití. No se trataba de admiración por el maravilloso talento de los pintores y artistas plásticos que plasman su legado en coloridas obras. Tampoco de algún crítico de la más exquisita gastronomía- la Tierra de Altas Montañas ofrece una fusión culinaria deliciosa. La mirada no iba dirigida a los cautivantes paisajes que custodian la cadena de montañas… la mirada estaba centrada en una tragedia. Un terremoto sacudió al país dejando miles de muertos, complicaciones que todavía hoy son evidentes, la entrada de decenas de Organizaciones no Gubernamentales (ONGs), y más destrucción; física y fiscal.
Haití era liderado por René Preval, en su segundo término. El país estaba en un momento crítico y duramente fue criticada la respuesta a la emergencia por parte del presidente Preval. En el año 2010, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), estimó que la reconstrucción de Puerto Príncipe podía alcanzar los 14,000 millones de dólares, que lo convertiría en el desastre más destructivo en tiempos modernos.
A un año de la tragedia, visité por primera vez al hermano país. Los vestigios del sacudión de las entrañas de la tierra eran más que evidentes. Entre ruinas, campamentos, heridos… era poco lo que se había adelantado. Seis puertorriqueños cruzamos desde Santo Domingo en la República Dominicana hasta llegar a la frontera en Jimaní o Malpasse (si cruzas desde Haití a República Dominicana), donde se realiza el 51% de los intercambios transfronterizos.
Fuimos con varios propósitos:
El primero era documentar lo que acontecía tras uno de los desastres más reseñados en prensa internacional.
En segundo lugar, el área oeste de Puerto Rico había sido muy generosa a través de la campaña de asistencia humanitaria que organizó ADRA- la Agencia Adventista de Recursos Asistenciales. Por meses se solicitó a la ciudadanía ayuda, donativos, generosidad… la tuvieron. Acunaron el llamado como uno propio y Puerto Rico fue voraz en la recaudación de suministros que, incluía desde lo más básico, hasta materiales de construcción para la entrega de casas a varias familias que habían perdido todo cuanto tenían. Los suministros se enviaron vía marítima y llegaron a la Republica Dominicana. Dos furgones. Llenos de ayuda; alimentos, medicamentos, agua, ropa, casas pre fabricadas… y voluntad para entregarlos.
Tras un episodio tenso y cuasi de película, entre sobornos y la remoción de nuestros pasaportes, logramos acceso al país y nos mantuvimos un rato en esa zona que le conocen como “el limbo”. De largo habíamos pasado los furgones estacionados y sabíamos que no se iban a mover de allí. Mientras miles de seres humanos pasaban hambre, sed, no tenían techo y vivían en casetas que formaban decenas de campamentos alrededor de la ciudad, los suministros estaban ahí… muertos de risa. Ya había pasado el periodo de gracia entre ambos países y no se contempló que el factor económico iba a ser la ficha del tranque. Había que pagar sobre 150,00 dólares en impuestos y por supuesto, no se tenía ese dinero. Se asumió erróneamente que al tratarse de ayuda humanitaria para una población literalmente moribunda, el sentido de humanidad sería superior al factor económico.
La tragedia de la ingenuidad es cosa seria. Meses más tarde, luego de una lucha incesante por una reducción al costo impuesto, se logró acceder con la ayuda. Quizás muy tarde para algunos haitianos que tanto la necesitaban. Cuando finalmente se pudo hacer entrega de lo que Puerto Rico había donado dijimos “misión cumplida”. La diáspora había cumplido su cometido. Si en el Caribe nos tratamos de hermanos… era nuestro turno al bate para un cuadrangular de evidencia.
Años más tarde y habiendo vivido entre la República Dominicana y Haití por más de un año, regresando periódicamente y descubierto un Haití muy distinto al vivido aquel 2011… me encontré con un Puerto Rico muy similar.
Miércoles, 20 de septiembre de 2017. Una fecha que no se nos olvidará nunca. Fueron tantas y tantas las historias que me tocó vivir y contar que no las puedo plasmar en este relato. Si recuerdo y lo contaré siempre, como tantas personas clamaban por agua para tomar. Cuantos boricuas tuvieron que remontarse a la década del 30 y 40 y salir a buscar el manantial para saciar su sed. La carencia de alimentos, medicamentos y un techo que los socorriera en las crudas noches que nos legó María. La tragedia nos tocó y recibimos la reciprocidad que por décadas habíamos tenido con tantos países en necesidad.
Así, igual que vi aquellos furgones perdiéndose, mientras los haitianos lloraban de hambre y sed, así se perdieron en mi tierra. Todavía a casi dos años del huracán aparecen por generación espontánea cajas de suministros no entregados. Cientos de paletas de agua dañada y de colateral, rentas y más rentas a expensas de la miseria de un pueblo. Por eso, al hablar del huracán María limito el uso de la palabra desastre exclusivamente al manejo de la emergencia y a la bonanza que representa para algunos la economía… del desastre.
El Caribe guarda muchas similitudes…
Haití era liderado por René Preval, en su segundo término. El país estaba en un momento crítico y duramente fue criticada la respuesta a la emergencia por parte del presidente Preval. En el año 2010, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), estimó que la reconstrucción de Puerto Príncipe podía alcanzar los 14,000 millones de dólares, que lo convertiría en el desastre más destructivo en tiempos modernos.
A un año de la tragedia, visité por primera vez al hermano país. Los vestigios del sacudión de las entrañas de la tierra eran más que evidentes. Entre ruinas, campamentos, heridos… era poco lo que se había adelantado. Seis puertorriqueños cruzamos desde Santo Domingo en la República Dominicana hasta llegar a la frontera en Jimaní o Malpasse (si cruzas desde Haití a República Dominicana), donde se realiza el 51% de los intercambios transfronterizos.
Fuimos con varios propósitos:
El primero era documentar lo que acontecía tras uno de los desastres más reseñados en prensa internacional.
En segundo lugar, el área oeste de Puerto Rico había sido muy generosa a través de la campaña de asistencia humanitaria que organizó ADRA- la Agencia Adventista de Recursos Asistenciales. Por meses se solicitó a la ciudadanía ayuda, donativos, generosidad… la tuvieron. Acunaron el llamado como uno propio y Puerto Rico fue voraz en la recaudación de suministros que, incluía desde lo más básico, hasta materiales de construcción para la entrega de casas a varias familias que habían perdido todo cuanto tenían. Los suministros se enviaron vía marítima y llegaron a la Republica Dominicana. Dos furgones. Llenos de ayuda; alimentos, medicamentos, agua, ropa, casas pre fabricadas… y voluntad para entregarlos.
Tras un episodio tenso y cuasi de película, entre sobornos y la remoción de nuestros pasaportes, logramos acceso al país y nos mantuvimos un rato en esa zona que le conocen como “el limbo”. De largo habíamos pasado los furgones estacionados y sabíamos que no se iban a mover de allí. Mientras miles de seres humanos pasaban hambre, sed, no tenían techo y vivían en casetas que formaban decenas de campamentos alrededor de la ciudad, los suministros estaban ahí… muertos de risa. Ya había pasado el periodo de gracia entre ambos países y no se contempló que el factor económico iba a ser la ficha del tranque. Había que pagar sobre 150,00 dólares en impuestos y por supuesto, no se tenía ese dinero. Se asumió erróneamente que al tratarse de ayuda humanitaria para una población literalmente moribunda, el sentido de humanidad sería superior al factor económico.
La tragedia de la ingenuidad es cosa seria. Meses más tarde, luego de una lucha incesante por una reducción al costo impuesto, se logró acceder con la ayuda. Quizás muy tarde para algunos haitianos que tanto la necesitaban. Cuando finalmente se pudo hacer entrega de lo que Puerto Rico había donado dijimos “misión cumplida”. La diáspora había cumplido su cometido. Si en el Caribe nos tratamos de hermanos… era nuestro turno al bate para un cuadrangular de evidencia.
Años más tarde y habiendo vivido entre la República Dominicana y Haití por más de un año, regresando periódicamente y descubierto un Haití muy distinto al vivido aquel 2011… me encontré con un Puerto Rico muy similar.
Miércoles, 20 de septiembre de 2017. Una fecha que no se nos olvidará nunca. Fueron tantas y tantas las historias que me tocó vivir y contar que no las puedo plasmar en este relato. Si recuerdo y lo contaré siempre, como tantas personas clamaban por agua para tomar. Cuantos boricuas tuvieron que remontarse a la década del 30 y 40 y salir a buscar el manantial para saciar su sed. La carencia de alimentos, medicamentos y un techo que los socorriera en las crudas noches que nos legó María. La tragedia nos tocó y recibimos la reciprocidad que por décadas habíamos tenido con tantos países en necesidad.
Así, igual que vi aquellos furgones perdiéndose, mientras los haitianos lloraban de hambre y sed, así se perdieron en mi tierra. Todavía a casi dos años del huracán aparecen por generación espontánea cajas de suministros no entregados. Cientos de paletas de agua dañada y de colateral, rentas y más rentas a expensas de la miseria de un pueblo. Por eso, al hablar del huracán María limito el uso de la palabra desastre exclusivamente al manejo de la emergencia y a la bonanza que representa para algunos la economía… del desastre.
El Caribe guarda muchas similitudes…